El luchador, valiente y carente de cualquier tipo de temor, encara
la bocana con la mirada bien alta. Su honor, el que ha heredado de sus padres,
no le permite agachar la cabeza en ningún momento. Antes de salir al coliseo no
quiere mirar a los lados, puesto que a su alrededor se encuentran sus rivales,
pero no puede evitarlo. Son demasiados. Sin embargo, aún no sabe lo que le
espera. Los instantes antes de salir son los más agonizantes.
Por fin llega el momento. Los 26 guerreros salen a su
destino, donde 50.000 gargantas esperan sedientas de espectáculo. Inevitable no
sentir la presión del vértigo que producen aquellos segundos inacabables.
Antes de empezar la batalla, los guerreros se presentan al
respetable. El protagonista mira desafiante al palco. Allí esperan los gobernantes,
los jueces que pondrán sus ojos en cada paso que dé. Podía sentir sus
respiraciones en el cogote.
Empieza la batalla y el devenir ya no importa. Suceda lo que
suceda y aunque su trabajo sea impecable, siempre habrá un bando, estamento o
jugador que lo condene.
El egoísmo de nuestro propio ombligo y el subjetivismo hace
muy complicada la labor de los árbitros. Cada jornada, su trabajo se ve juzgado
por miles de personas que ni saben, ni son capaces, ni se atreven a hacer su función.
El respeto hacia todas las personas que intervienen en el
juego debe de ser un valor que, con el ejemplo de los adultos, llegue hasta los
más pequeños amantes de este gran deporte.
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