miércoles, 8 de febrero de 2017

El gladiador

El luchador, valiente y carente de cualquier tipo de temor, encara la bocana con la mirada bien alta. Su honor, el que ha heredado de sus padres, no le permite agachar la cabeza en ningún momento. Antes de salir al coliseo no quiere mirar a los lados, puesto que a su alrededor se encuentran sus rivales, pero no puede evitarlo. Son demasiados. Sin embargo, aún no sabe lo que le espera. Los instantes antes de salir son los más agonizantes.
Por fin llega el momento. Los 26 guerreros salen a su destino, donde 50.000 gargantas esperan sedientas de espectáculo. Inevitable no sentir la presión del vértigo que producen aquellos segundos inacabables.
Antes de empezar la batalla, los guerreros se presentan al respetable. El protagonista mira desafiante al palco. Allí esperan los gobernantes, los jueces que pondrán sus ojos en cada paso que dé. Podía sentir sus respiraciones en el cogote.
Empieza la batalla y el devenir ya no importa. Suceda lo que suceda y aunque su trabajo sea impecable, siempre habrá un bando, estamento o jugador que lo condene.
El egoísmo de nuestro propio ombligo y el subjetivismo hace muy complicada la labor de los árbitros. Cada jornada, su trabajo se ve juzgado por miles de personas que ni saben, ni son capaces, ni se atreven a hacer su función.

El respeto hacia todas las personas que intervienen en el juego debe de ser un valor que, con el ejemplo de los adultos, llegue hasta los más pequeños amantes de este gran deporte.

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